Hace unos días acompañé a alguien a comprar una consola de videojuegos, fue de total sorpresa para mí enterarme de los elevados precios y las mil pendejadas que ahora traen. Esto me hizo pensar – y aunque suene retrógrado- en que para mí, lo único interesante en el tedioso mundo de los videojuegos es el famoso Atari. Esa colosal cajita cuadrada con forma de ladrillo y muy usada en los 80 y a principios de los 90 causa en mi cierta nostalgia por la cantidad de horas que me entretuvo durante mi feliz infancia, así que si en estos momentos volviera a ser niña preferiría tener un Atari que un X-box o un PlayStation. Lástima, los tiempos cambian, pero creo que yo no lo superé, nunca encontré otro aparatico que lo igualara.
Era interesante como los juegos estaban hechos de historias sencillas con héroes cándidos, las imágenes de mundos fantásticos eran pixeladas pero aún así, increíbles. No había introducciones con una historia de trasfondo, los personajes no tenían siquiera una cara definida y los escenarios eran planos y repetidos. Sin embargo, eso no importaba, los juegos se jugaban y ya. Finalmente divertían, y mucho.
Estrené el Atari con uno muy peculiar llamado Duck Hunt, con el cual se usaba una pistola y consistía en dispararle a unos patos en el cielo hasta matarlos, la idea era acumular de a 10 patos muertos en cada ronda para así ganar mas puntos. En caso de no lograrlo, salía en la parte inferior un mugre perro muerto de la risa burlándose del cazador. Este personaje era un constante reto para mí, pues de solo verle su cara ridícula me provocaba matarlo a él, pero como no podía, me incitaba a matar cada vez más patos.
Recuerdo también el legendario Súper Mario Bros, muy conocido entre mis colegas de juego y cuyo fin era que un personaje gordito, feo y barrigón (Mario) rescatara a una princesa encerrada en un castillo al que uno llegaba después de matar en varios mundos a punta de saltos o bolitas de fuego a varios monstruos, tortugas y otros especímenes que nunca supe que rayos eran. La aventura era fascinante y el tiempo que uno gastaba intentándolo era eterno, sin embargo, yo nunca tuve la proeza de rescatar a la codiciada princesa y lo único que encontraba en el castillo eran un mamarracho con cabeza de hongo y letreros en inglés. A juzgar por semejante apariencia, no creo que fuera la princesa que salía en la caja del casete. Como quien dice, Súper Mario me metió gato por liebre.
No miento cuando digo que fue mucho el tiempo el que le dediqué a esos rudimentarios videojuegos propios de la época, ya que en cierta parte ayudó a calmar mi soledad infantil en la cual solía estar. Mis primos llegaban a mi casa a jugar en mi consola porque ellos sólo tenían un juego y yo tenía un casete con mas de diez, de los cuales en algunos yo era la experta. Por eso, me hacía sentir importante y fuera de eso me traía compañía, en pocas palabras era perfecto. Hoy, el Atari con el que yo jugué ha muerto, la industria creció tan rápido que al poco tiempo de disfrutar al máximo del mío, llegaron otros mas poderosos, con mejores cualidades y Súper Mario volaba y hacía otro tipo de piruetas, así que el que yo tenía se convirtió en un vejestorio que incluso por ahí todavía está guardado en algún rincón de la casa.
Es bien claro que todos los que jugamos Atari por horas y horas, podríamos escribir unas memorias de nuestras tardes de ocio pegados al televisor no precisamente viendo novelas. Unos éramos “duros” en algún juego en especial y otros tuvieron también la fortuna de conocer a la princesa de Súper Mario. Como extraño esos tiempos, pues en medio de lo malo que podía llegar a ser –Según los regaños de mis progenitores- me trajo compañía y siempre dejaba como recuerdo los dedos pulgares hinchados de tanto oprimir los botones del control.
Ahora las consolas vienen con mil artefactos estrafalarios, e incluso los controles vibran cuando se hace algo mal. Maldita sea mi suerte, de haber tenido una pistola sin cables y con vibrador, probablemente habría podido matar al perro que se burlaba de mí noche tras noche, y quizás Súper Mario le habría dado bala a ese hongo que se hacía pasar por princesa cada vez que yo llegaba a un castillo.