14 de junio de 2010

Primer nobio* ¿Primer amor?

Mi niñez fue una época solitaria como también lo fue la adolescencia. Por eso será que cuando crecí, conocí el amor tarde. No guardo aún muy buenos recuerdos de esas primeras relaciones y primeros besos, en los que el corazón late a mil cuando el chico se acerca, y las manos comienzan a sudar a chorros, mientras se alcanza una extraña cúspide emocional y el conjuro de hormonas -propias de la época- comienzan a hacer de las suyas. Después de estar por unos cortos momentos en las nubes, se aterriza con el corazón hecho pedazos, y –en mi caso- con un complejo de patito feo a cuestas.

Por eso será que cuando de primeros amores se trata, prefiero devolverme 20 años y recordar aquella vez en que probé las mieles del amor con un chico que nunca me besó, ni me dijo que fuéramos novios, ni me hizo sentir un monstrete, y lo mejor: jamás me partió el corazón. El primer amor fue para mí, el chico ese del jardín que cargaba el apelativo de nobio sin su aprobación, pero que me hacía sentir especial, y pude saber lo bonito que podría ser compartir pequeños momentos de infancia, sabiendo que uno le gustaba al chico, aunque en realidad no fuera así. Una experiencia que sólo se vive una vez, y que después, poco experimenté gracias a los casi 12 años en que mis padres castraron las posibilidades al matricularme en un colegio de monjas sólo para niñas, y de donde recibí mi diploma de bachiller y una plaquita de condecoración por antigüedad. Ahora que lo pienso si, fue mucho aguante.

Ese chico al que precozmente llamé nobio, se llamaba Diego. Al igual que yo, cursaba Transición. Tenía 5 años, varicela, ojos verdes y la cabeza rapada. Diego tenía un hermano, Óscar, un año mayor y era hijo del Señor Gómez y la señora Lucy, conocidos de la profesora-directora del jardín y que nos hacían la ruta a Angélica, (mi prima) a mí y a otros dos niños, en su Renault 9 color rojo cereza y eran dueños de un restaurante en el Park Way de Bogotá, que todavía sobrevive tal cual como en los inicios de los años 90.

Recuerdo que Diego y Óscar, los hermanitos Gómez estaban "enamorados" de nosotras y el sentimiento era mutuo. Desde el principio (según mis vagos recuerdos) él decía que yo era su nobia e intentaba cogerme con timidez la mano en la ruta, jugábamos juntos en el recreo y me daba de sus onces. No había nadie más en ese salón de unos 25 niños, que se interesara por mi paupérrima existencia como Diego lo hacía, ni siquiera mi querida prima.

A Angélica y a mí, mi mamá nos enseñó a leer desde antes de entrar a estudiar y por eso, éramos las más pilas de la clase, y Diego no capaba condecoración y también era de los más listos. Un extraño conjuro, mera coincidencia o simple simpatía y en menos de nada y sin aún recordar bien, yo ya lo creía mi nobio y decía que me gustaba, pero sólo lo sabía Angélica.

Una niña de kínder quería bajarme a Dieguito, se llamba Helena. Ella era morena, de cabello negro y crespo, que siempre usaba medias de lana de colores pastel. Alguna vez le cogió a él la mano y yo los vi tras las escaleras en un recreo; ahí supe por primera vez lo que era una decepción amorosa. Sin embargo, Diego y Helena, no lograron consumar nada, pues Diego seguía aún cogiéndome la mano en el carro y mirándome en las clases mientras nos ponían a colorear mamarrachos en mesas separadas en el salón, y ella estaba en otro curso, con otra profesora y haciendo otras cosas. Una de dos: o Dieguito la sabía hacer y yo era más muy pendeja o de verdad si me prefería a mí.

No necesité decirle nada a Helena para que supiera que Diego era mío; la tierna y primera disputa tácita por un chico estaba ganada. Descubrí que era yo a quien él quería, y que Helena era una buscona porque al final, ella sólo se acercaba a nosotros, para decirle a Angélica que le gustaban sus tenis L.A. Gear nuevos. El chico astuto no sé cómo espantó a la niñita, al tiempo que junto a un amigo y cómplice suyo llamado Gonzalo, cuidaban de nosotras en los recreos, jugábamos cogidos y policías y ladrones con otros niños y nos daban de sus onces. Mientras Oscar, su hermano, llegaba con sus padres a recogernos en las tardes, y Angélica se emocionaba al verle su cabello rubio partido por la mitad, y su uniforme de colegio grande en la puerta del jardín, quitándose a Gonzalo de encima. Yo no sufría por eso, pues disfrutaba de la compañía de Dieguito desde por la mañana.

Llegó el día de mis cumpleaños y mis suegros de ese entonces me regalaron una carterita color blanco y rosa con un bolsillo en el que había estampada una muñequita del mismo color. La tarjeta decía mi nombre con un “De: Diego, Lucy y el señor Gómez”. Ahí creí que era yo quien ocupaba un lugar importante para Dieguito, pues ni aún en el cumpleaños de Angélica, los señores le dieron regalo. Ese privilegio fue sólo mío. Lo de ellos, era una relación más turbia e infructífera. La mía, tenía más futuro.

El día de la clausura final, había un número organizado por los de mi curso, una canción interpretada por todos. Después de un torrencial aguacero, llegó el momento de hacer la presentación final. Dos micrófonos darían el volumen suficiente para que las docenas de padres apreciaran nuestras infantiles voces sincronizadas en una misma melodía. Entonces, Cristina, la profesora, escogió a los chicos que irían al micrófono en la parte de adelante del escenario. En uno de ellos puso a Gonzalo, a un chico cansonsísimo llamado Cristian y a otro que no recuerdo quién carajos era. En el otro, Angélica estaría en la derecha, yo en el centro y a mi lado ¡Diego! Si, mí Diego, el que -obvio- nunca me besó ni me partió corazón. El chico hijo de los señores de la ruta del Renault 9 rojo, dueños de un restaurante del Park Way que todavía existe, que tenía varicela y unos saltones ojos verdes y al que por alguna extraña razón yo consideraba como mi nobio.

Aterrorizada por la magna noticia, salimos al escenario, y en uniforme de gala cantamos la canción. Él, me mira, de cerca me mira, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos. (como diría Cortázar en Rayuela) De repente, siento cómo su diminuta mano busca la mía y la agarra sin pudor alguno, sin importar que estuviésemos frente a un escenario con nuestros padres y detrás de nosotros los chicos del curso mirándonos. Sin dejar de cantar, continuamos con esa mirada de cíclope, sin soltarnos de las manos, agarrados fuerte porque era quizá el último momento, y con una extraña sensación inocente de maripositas chocolocas en el estómago dando vueltas por todo lado. Aún no habían hormonas alborotadas, ni la palabra amor cabía en nuestras mentes. Algo pasajero y hoy sombrío, constituye ese recuerdo del primer nobio, el ingenuo amor de jardín infantil, un sentimiento cálido e inocente que viví cuando apenas empezaba a hacer uso de la razón.

Desde ese día no volví a ver a Diego, pero así conocí esas extrañas emociones irrepetibles que me arrebató la adolescencia, y que tal vez me dejó claro que mas allá de mis traumas posteriores, esa fue quizás mi primera experiencia sentimental,  de la que si guardo un bonito recuerdo. Un sublime sentimiento que en todos despertaría nostalgia.
*Nobio(a): Primer chico o chica de la infancia con el que tuvimos algún tipo de vínculo emocional que se asemejaba a un noviazgo, pero sin los mismos "derechos" reales. De ahí la mala ortografía. (Palabra también vilmente robada a un amigo mío)